
En las primeras semanas del inicio de otoño en Europa, los días son más hermosos de lo común, ya que uno observa el trabajo silencioso de la naturaleza al mutar de piel y renovarse cada año. El verde predominante se tiñe de matices de otoño poético. Caminar sobre las primeras hojas caídas mientras el viento anuncia su retorno, es espectacular, ya que uno recuerda que los humanos también pasamos por otoños necesarios en nuestras vidas.
Junto a Yuli, una amiga de Madagascar a quien conocí en las icónicas calles de Frankfurt, decidimos viajar juntos a Eguisheim, en el Alto Rin en La Francia. A mí siempre me han dicho que si uno quiere hablar en francés, debe hacerlo sin errores, ya que los franceses no toleran que uno lo aprenda a medías. ¡Tranquilo chico, estás viajando conmigo!, me dice Yuli y me hace un guiño. Efectivamente, el segundo idioma de mi acompañante es el francés, por lo que voy más calmado.
En el tren, vamos recordando la vez que yo en mi desconocimiento y solamente guiado por la serie animada “Los pingüinos de Madagascar”, le dije a Yuli que así como hay pingüinos en Madagascar, también los hay en mi país el Perú. Ella fiel a su personalidad, soltó carcajadas, luego cuando terminó de reírse, me comenta que no hay pingüinos en Madagascar. Obviamente como se dice popularmente en Perú, “¡qué palta!”. Eso me pasaba por guiarme por las series de Nickelodeon.
Ya estando en la zona de Alsacia, de manera específica en Eguisheim, entramos a un restaurante antiguo. Se acerca una de las señoritas que atiende y nos entrega la carta, mientras revisamos la comida a pedir, la señorita regresa con una vasija mediana conteniendo agua. Una vez que hacemos el pedido la chica se retira, situación que aprovecha Yuli, ya que toma con las dos manos la vasija y se acaba el agua, exclamando: ¡tenía demasiada sed!
Lo cierto es que algo había pasado aquí, La señorita regresa y se extraña al ver que no hay agua en la vasija, observa si el piso está húmedo, por si se nos cayó el agua, pero todo está en orden. Mis sospechas se confirmaron, estaba por explotar en risa, pero me controlé para otro momento. Después de almorzar, caminamos hacia el Castillo y pasamos la tarde ahí, luego fuimos hasta el Heidi Hausherr, a disfrutar de uno de los mejores vinos de esa zona de Francia.
Después que bebimos dos botellas de buen vino, me recuerdo del episodio del almuerzo y comienzo a reírme a carcajadas. Le digo a Yuli que en el restaurante ella se había tomado el agua del aguamanil, y que ello no era para beberla, sino para lavarse las manos. Eso es una antigua costumbre de etiqueta europea que casi ya nadie lo practica en esta época. Yo lo había aprendido en algunas de las reuniones a las que tenía el privilegio de asistir, solo porque me había hecho amigo de unas familias que respetaban ciertas etiquetas de hace décadas en Alemania.
Mi amiga sorprendida me dice que ahora si andábamos a mano, ya que esa práctica no es común en su país; en realidad, tampoco es común en el Perú. Esa situación trajo a plática, una situación que me habían contado. Dicen que hace mucho en Londres, la reina Victoria de Reino Unido invitó en su palacio a un hombre de la realeza africana, y en la hora de la comida, este hombre tomó el aguamanil y se bebió todo el agua del recipiente. Lejos de burlarse y hacer quedar en vergüenza a su invitado, la reina tuvo que beber también del aguamanil, al igual que el resto de familiares de la reina que se encontraban en la mesa.
Lo cierto es que Yuli, me pidió que le guarde el secreto, cosa que accedí. Sin embargo, cada vez que nos encontrábamos yo gritaba en la calle diciendo: “Wasser” (agua en español), a lo que ella sonreía sabiendo a lo que me refería, recordando nuestras anécdotas, aquellas que forjaron una sincera amistad entre en latino y una chica aus Madagaskar.


Yoel Ventura
Gordito memero y escritor con inteligencia artesanal. Soy investigador en historia y laboro en Derechos Humanos y Derecho Internacional Público. En un mundo de grises, sigo creyendo que el amor es azul.💙