Amarlo se convirtió para mí, en algo parecido al calor de hogar. Estar con él me hacía soñar con tejer una vida a su lado, y los que me conocen saben que eso no suele ser normal en mí. Aún recuerdo el día en que lo conocí: él tenía un sentido del humor particular que encajaba perfectamente conmigo; era alegre, pero con un carácter apacible, de esos que invitan a dormir entre sus brazos y entregarle la vida entera. Su mirada singular me provocaba ternura y un deseo profundo de abrazarlo hasta el alma.
Era un día soleado, como tantos otros en Medellín. Caminamos por las calles de Junín, hablando de la vida, los sueños, su pueblo natal y otras cosas que alimentaban la llama de la ilusión que comenzaba a encenderse en mí. Aquel largo recorrido parecía ser el tráiler de lo que nos esperaba vivir juntos. Al estar con él, era inevitable no sentir el olor a flores y café a mi alrededor, dos cosas que amo profundamente, igual que a él.
Después de ese primer encuentro, empezamos a reconocernos el uno al otro, es como cuando te encuentras con algo que has estado buscando toda la vida. Mis momentos a su lado llenaban mi corazón de aventura, fiesta y alegría. Poco a poco, aquel sentimiento que teníamos pasó de ser una emoción efímera a convertirse en un amor robusto y fuerte. Aún recuerdo la primera vez que dijo que me amaba; él, con su ya conocida diplomacia y serenidad, me indicó que mi sonrisa llenaba de vida su existencia y que amaba cada parte de mí.
Yo, que suelo sospechar y dudar de las palabras ajenas, por primera y única vez, confié y me entregué sin reservas. Su amor me hizo soñar, reír a carcajadas, ser vulnerable y permitirme ser cuidada por alguien más que no fuera yo misma. Yo, que tiendo a abandonar antes de ser abandonada, por primera vez me encontré en un lugar del que no quería salir huyendo. Por primera vez en mi vida, supe lo que se siente el tener un hogar, un refugio, un lugar seguro.
El camino que recorrimos juntos, fue realmente largo; nuestra historia abarcó nuestros años más juveniles. Disfrutamos cada momento con la alegría de estar con quien amas; nuestras conversaciones eran enriquecedoras y llenas de vida. Él era alguien que me retaba y me invitaba constantemente a reflexionar sobre mi realidad y mi fe. Puedo decir con toda sinceridad que nuestro amor se alimentó y creció gracias a nuestras largas conversaciones sobre la vida, la política, Dios y la música. Amarlo ha sido el regalo más grande que me dio la vida, ya que me enseñó que el amor no tiene que doler; que, en medio de un mundo sin responsabilidad afectiva y que deshumaniza constantemente al otro, hay personas que son honestas y responsables con los sentimientos y emociones de los demás. Él me enseñó la importancia de cuidar a los demás y sus corazones, y eso siempre se lo voy a agradecer. No hay nada mejor que encontrar personas que ingresan a nuestras vidas y nos hacen sentir agradecidos por ese acontecimiento.
Ese sentimiento llamado amor es a veces tan esquivo y difícil de reconocer. Para mí, el amor siempre tiene un sabor agridulce y genera emociones demasiado contradictorias. En mi historia, este sentimiento siempre ha estado acompañado de dolor, soledad y el sonido de romperme una y otra vez. Cuando pienso en este sentimiento, me encuentro a mí misma en lo que Gabriel García Márquez describe como Cien años de soledad: el extrañar siempre a alguien que nunca llega. Quizá esto se deba a la soledad experimentada en mi niñez. Siempre dicen que de grandes somos lo que de niños nos dieron o no nos dieron, y pues, para mí, el amor no fue algo recibido.
Sin embargo, volviendo nuevamente a él, debo decir que hoy, al escarbar en mis memorias -en nuestras memorias- logro tener la misma sensación de cuando estaba con él. Mi corazón se emociona como el de una niña pequeña cuando ve su dulce favorito o le dicen que va a salir a un paseo emocionante. Solo saber que él existió en mi vida y que, en alguna parte del mundo aún se encuentra, me hace sentir llena de una felicidad inusual. ¿Será que hay amor después del amor? La verdad, mi tiempo con él me enseñó que sí. A estas alturas de mi vida, creo que no voy a volver a amar con la misma intensidad, y mi corazón ha regresado a ese invierno habitual que lo caracteriza. Sin embargo, hay días como hoy en los que, al pensar en él, en la tranquilidad de mi día, siento cómo un viento primaveral me llena el corazón. No sé si vuelva a amar con la misma intensidad y serenidad como lo hice con él, pero no me arrepiento de haber amado con tanta intensidad.
Bruner, indica que, en la memoria, siempre el narrar no es inocente, ya que los relatos siempre tienen un mensaje. Y que al relatar el ser humano moldea la experiencia vivida. También, se puede decir que, la narrativa es en todas sus formas una dialéctica entre lo que se esperaba y lo que sucedió. Aún y a pesar, de eso considero que, aunque nuestra memoria nos juegue ciertas trampas, eso no quita la verdad de lo que sentimos y vivimos. Por tal motivo, hoy disfruto mis cien años de soledad que comenzaron con su partida.


Yesenia Sampayo
Abogada penalista y especialista en Derecho Penal Humanitario. Teóloga de vocación, docente de Ética y Derechos Humanos en Medellín, Colombia. Justicia, humanidad y reflexión en cada palabra.