El miércoles 18 de diciembre, los colombianos, pero especialmente los habitantes de Medellín, despertamos con una noticia que nos dejó sin aliento: el cuerpo de una mujer fue hallado en un matorral a las afueras de la ciudad. Su piel mostraba signos de tortura. Su historia, truncada. Pero Natalia Loaiza no era solo “una mujer”. Era hija, amiga, compañera. Una mujer de 29 años que se ganaba la vida conduciendo para aplicaciones de transporte. Era como cualquiera de nosotras: con sueños, metas y el deseo de regresar a casa al final de la jornada. Pero ese día, unos hombres decidieron arrebatarle todo.
Este crimen no es un hecho aislado. Es parte de una epidemia de violencia que inunda las calles, los hogares y hasta los corazones de nuestra sociedad. En Colombia, especialmente en Medellín, ser mujer se ha convertido en un riesgo, y cada día nos preguntamos lo mismo: ¿hasta cuándo tendremos que vivir con miedo?
Detrás de cada caso como el de Natalia, hay un tejido de factores de riesgo que no podemos ignorar, y que se desprenden de ese sistema patriarcal y machista en el que estamos inmersos. La dependencia económica, la desigualdad de género que sigue incrustada en nuestras raíces y la normalización de la violencia dentro de los hogares son solo el comienzo. En zonas afectadas por el conflicto armado, las mujeres quedan aún más expuestas: el control por medio de la violencia sexual y la ausencia del Estado refuerzan un sistema que las desprotege y las silencia. Este sistema, más que fallar, parece perpetuar la tragedia.
745 feminicidios. Esa es la cifra que nos golpea el rostro al cerrar el 2024, según el boletín de “Vivas Nos Queremos”. Antioquia, con 160 casos, lidera esta dolorosa estadística. Pero no podemos hablar de números sin recordar lo que representan: vidas apagadas, familias destruidas, historias que nunca se contarán. Detrás de cada cifra hay un nombre, como Natalia. Una mujer que nunca regresó.
La mayoría de estas violencias ocurren en el lugar donde deberíamos sentirnos más seguras: el hogar. Allí, donde la persona que dice amarnos se convierte en verdugo. Esta realidad es tan antigua como el tiempo mismo. La Biblia ya narraba horrores como el de la concubina en Levítico 19, violada y asesinada por una turba enloquecida. Pero en Colombia, no es una historia del pasado: es el presente, y todos somos responsables.
¿Dónde estaba el Estado? ¿Dónde estaba la comunidad? ¿Dónde estábamos nosotros cuando Natalia fue asesinada? Como dijo Francisco de Roux: la sangre de estas mujeres nos señala. Porque la violencia contra las mujeres no es solo un problema de quienes la sufren, es una herida colectiva que desgarra el alma de este país.
Es hora de reflexionar. Ya no podemos callar, ni mirar hacia otro lado. ¿Qué estamos haciendo para cambiar esta realidad? Cada feminicidio nos obliga a replantear qué tipo de sociedad queremos ser. Natalia no es solo una víctima más. Su historia, como la de tantas otras, es un grito que exige justicia, acción y transformación.
Es momento de despertar. Porque ninguna mujer debería tener miedo de vivir.


Yesenia Sampayo
Abogada penalista y especialista en Derecho Penal Humanitario. Teóloga de vocación, docente de Ética y Derechos Humanos en Medellín, Colombia. Justicia, humanidad y reflexión en cada palabra.