Fuimos de la generación del noventa y por aquél entonces, sin tecnología ni pantallas táctiles, nuestra única recreación era disfrutar de la hierba crecida y de los partidos de fulbito en la loza deportiva del instituto pedagógico en la ciudad de Ripán. Éramos todos precarios y teníamos tan pocas cosas para ser felices que nos conformábamos con reencontrarnos cada tarde y disponer entre amigos de aquél lugar que se había convertido en nuestro segundo hogar; pero, como nada es perfecto, teníamos un villano conocido: don Pancho, el portero de la institución, que andaba con una fiera canina de bozal y amenazaba a todos con soltarlo para que nos atacara, a ver si así aprendíamos la lección de no ingresar al lugar por la pared de atrás.
Suponíamos que se llamaba Francisco, pero todos le decían don Pancho. Era malo, por llamarlo así, pero sus hijos bien formados y respetuosos, más por miedo que por otra cosa. El viejo andaba en bicicleta de su casa al instituto; un día que un camión retrodecedía lo tomó desprevenido y le pisó la pierna derecha que crujió al viento y quedó totalmente triturada, lo salvó de la amputación un pedazo de piel que resistió hasta el final; a partir de ese momento don Pancho se convirtió en otra persona, se fue haciendo peor, era intratable, bebía, insultaba, sobre todo a las mujeres, algo que le hizo un cobarde sin reparos; en el instituto por las tardes nos soltaba a los perros encima que felizmente llevaban bozales, los niños más pequeños quedaban horrorizados con los canes sobre ellos; en el horario académico era otro inhumano desde la puerta, algunas estudiantes del instituto le suplicaban salir un rato para dar de lactar a sus bebés que lloraban de hambre, a él no le importaba y las trataba de putas por tener hijos a temprana edad y sin culminar la carrera: mi madre era una de ellas.
En un tiempo se le empezó a ver con una biblia en la mano, asistía a una iglesia, hablaba de Dios y de la vida después de la muerte, nosotros pedíamos que no espere hasta entonces para ser buena persona; no mucho después su fe recayó y continuó en la bebida.
En las fiestas de carnavales del pueblo, donde coloridos vestuarios desfilaban por la calles al compás de las mulizas, don Pancho decidió, ebrio, ponerse un sombrero vaquero y salir con su caballo de paso, al encuentro de la comparsa; estando a media cuadra para llegar a su destino, salió del callejón un bravío perro chusco que atacó al corcel y su jinete, el caballo saltó tan alto como pudo y como todo fue tan repentino, el viejo se soltó de la soga y un golpe seco retumbó en el piso: era la cabeza de don Pancho que había dado con el concreto y se encontraba sangrando; lo llevaron al hospital, lo socorrieron las mujeres que él tanto había despreciado y como no había atención ese día, una de las enfermeras logró salvarle la vida; después de eso todos mis amigos del barrio lo vimos convalecer con tristeza durante muchos años, se hizo viejo más deprisa pero no cambió ese carácter que hacía de él un tipo detestable, seguía impaciente, amargado y vociferaba cosas que ya nadie entendía ni tomaba importancia. Nosotros fuimos creciendo y con el tiempo lo fuimos olvidando.
Murió de vejez hace pocos años en un ambiente solitario y gris, dicen que abrazaba su vieja biblia cuando dejó de existir, pero que nunca se le halló un gesto mínimo de bondad en el corazón; se fue como lo que siempre había sido: un tipo inquebrantable en su manera de ser.


Alex León
Profesor de Música y Artes, trompetista profesional, políticamente de Centro Izquierda, seguidor y amante de la literatura borgiana y mediano escribidor.