En los tiempos que culminaba mi etapa adolescente, me encontré en Huánuco con una cantidad considerable de músicos de mi generación, que, al igual que yo, vivían obsesionados con el sueño de ser trompetistas profesionales. Ahora que recuerdo, creo que fue el único momento de mi vida en que dediqué todo mi esfuerzo y voluntad a la práctica de ese instrumento; después de ello, mi relación con la trompeta nunca volvió a ser la misma e incluso estudiando en la Universidad de Música, no tuve esa tenacidad y fortaleza para continuar con el ritmo de ensayos que me exigía la carrera musical.
Pero ésta no es una historia que hable de mi mediocre recorrido como trompetista, sino más bien de una persona que siempre me resultó curiosa y a la que creí haber olvidado hasta que la he vuelto a ver hace unos días. Tampoco es que su historia sea extraordinaria y que despierte algunas pasiones en mis reducidos lectores; la considero más bien una persona común de la cual recuerdo dos episodios anécdoticos y que, quiera o no quiera, hasta el día de hoy sigue siendo la mujer de mi amigo.
Agustín, fue el amigo al que uno quiere como a un hermano; nuestros padres también tuvieron su vínculo amical y cuando nos mudamos a Huánuco, egresando la secundaria, compartimos un pequeño departamento y asistimos a la misma academia que quedaba en el centro de la ciudad de Huánuco; éramos casi inseparables y el que tenía problemas con uno, lo tenía con el otro; sufrimos las peripecias de todo adolescente que aprende a convivir en esta desgastada sociedad y cometimos casi los mismos errores frente a nuestros padres que esperaban lo mejor de nosotros. Descubrimos la vergüenza, el alcohol, la mala noche, el orgullo y la maldad, pero más pudo la fortaleza de nuestros valores y al final nos establecimos. Todo iba relativamente bien hasta que él conoció a Teresa, el amor de su vida. Teresa era carismática, pero poco agraciada; en realidad la conocimos ambos al mismo tiempo, pero era él el que estaba más decidido a ir por ella, más por efectos del alcohol que por algún tipo de atractivo. Un par de miraditas, unas palabras graciosas y la risa final fue el inicio de aquella distorsionada relación.
Al poco tiempo que andaban, Agustín decidió retirarse de nuestro departamento, quería comprender la verdadera soledad —decía—, aunque para mí que necesitaba la privacidad que toda pareja veinteañera requiere. Ellos se llevaban muy bien; para ser honesto, la chica era muy sencilla y ligera en sus conversaciones. Si te ponías a hablar con ella, podías pasar horas sin aburrirte. No diremos que fue mi amiga, pero nos juntábamos muy seguido, ya que Agustín estaba en la etapa inicial del romance cuando todo es casi perfecto. Un día que nos reunimos los tres, entre tragos y canciones de amor, mi amigo quedó privado prematuramente por los efectos del alcohol y como a Teresa y a mí no nos bastaba, continuamos los dos con las copas arriba y cantando a todo pulmón, cuando de repente ella se me acerca muy sensual; tenía los ojos rojos y se mordía los labios. Me dijo: «Te voy a contar un secreto y espero que no me odies, pero yo a Agustín no lo quiero; a quien en verdad quise desde la primera vez que nos vimos fue a ti, Alex; no pido mucho, solo que todo siga como siempre. Es más, olvida lo que te acabo de confiar, aunque en realidad no sé por qué te lo dije si entre nosotros no existe ninguna esperanza, ¿verdad? Pero bueno, ya lo sabes y con eso me basta”, concluyó.
Después de ese episodio me alejé de esos dos. No soy la reserva moral ni les diré que hubiera sido incapaz de traicionar a un amigo; quizá lo hubiera hecho si es que Teresa me hubiera gustado un poco, pero no, esa muchacha era imposible de querer para mí y cuando me contó el secreto sentí un vértigo tal que tuve que acudir al baño a vomitar. Los volví a ver dos años después, cuando nació mi hija; Agustín me puso al tanto de todo y no iban mal; los padres de Teresa lo habían aceptado sin problemas y los dos se morían de ganas por tener un bebé que extrañamente no llegaba: tiempo al tiempo, me dijo él.
Semanas después de esa conversación me llegó una invitación para la celebración oficial de su compromiso; acudí muy puntualmente al evento, pero al poco tiempo comencé a aburrirme; reímos un rato, Teresa me saludó muy cordialmente, el asunto entre los dos estaba zanjado, al punto que llegué a comprender que aquel episodio había sido producto de mi imaginación. Decidí marcharme; Agustín me suplicó que me quedase, pero no accedí. Buscó a Teresa para que me convenciera y nos encontramos nuevamente a solas; ella estaba ebria y recordé la mirada de aquella noche: se mordía otra vez los labios. No alcancé a felicitarte por tu hijita, me dijo. Aún no me odias, ¿verdad? Te voy a contar otro secreto y ahora sí espero de ti el desprecio: Agustín sueña con tener un hijo y no es que yo no pueda darle uno, es que yo no quiero un hijo con él; me estoy cuidando a escondidas y hasta he llegado a abortar un bebé porque en todo este tiempo no he podido llegar a quererlo y creo —sin llegar a exagerar— que hasta lo odio y eso no tiene nada que ver contigo, sino más bien conmigo y te preguntarás, ¿por qué es que sigo con él? Yo misma, en todos estos años, he andado buscando una respuesta, finalizó.
Nunca le conté lo sucedido a Agustín, ni siquiera la última vez que estuvimos los tres juntos y recordamos cosas muy íntimas. ¿Qué sucedería si se llegara a enterar de las jugadas de su mujer? ¿Me consideraría un traidor? ¿Sus ilusiones se esfumarían? ¿Alcanzaría el amor para perdonar tanta infamia? No he llegado a contestar estas preguntas ni tengo interés en responderlas; yo me conformo con liberarme de aquel asunto escribiendo cobardemente estas letras, a ver si algún día la víctima tropieza con mis escritos y abre los ojos de una vez por todas.


Alex León
Profesor de Música y Artes, trompetista profesional, políticamente de Centro Izquierda, seguidor y amante de la literatura borgiana y mediano escribidor.