Ella es todo lo que cualquier hombre desearía tener al lado: guapa, talentosa, perseverante y de buena familia. La primera vez que la vi se remonta al año 2014, cuando apenas dejaba la adolescencia; no tengo mucho que contar de aquella época sino más bien que mi corazón presentía que algo ocurriría con ella dado su momento y, así fue.
Las cosas no tuvieron mucho tiempo para pensarlas, pues cuanto más razona uno, menos siente y mi abuela siempre decía: «Hijo, el corazón nunca se equivoca». Se dio el año pasado en La Unión, casi por estas fechas; estaba yo mirando la presentación de las danzas de un colegio cuando una perfumada señorita se ubicó a mi lado con el celular en el oído izquierdo la mayor parte del tiempo; yo sabía de quién se trataba pero no le dije nada; al notar mi indiferencia me preguntó con cautela por una estudiante del colegio donde laboro y no logré identificarla, era su sobrina; después de un rato se preocupó por mi padre, muy conocido en este lugar y de ahí nació una interesante conversación; más tarde, ya en confianza, descubrí que ella sabía todo de mí: mi niñez, mi familia, la música, mi trabajo y mi viaje a París. Le conté sobre la primera vez que la vi y la impresión que me había causado, nunca es tarde, me dijo y supe que habíamos iniciado un romance.
La quise, no lo voy a negar, pero también puede que la haya odiado en algún momento, cuando me enteré que estaba en pareja con otro tipo. Antes de saberlo decidimos acampar una noche fuera de la ciudad. Le conté algunos de mis secretos y le hice saber lo difícil que estaba siendo La Unión para mí. Lo mal que comía, la soledad que me laceraba y lo frágil que me sentía al estar lejos de mi familia. «Conmigo La Unión te dolerá menos», me prometió y se desnudó para pasar la noche conmigo.
Al retornar a la ciudad me descubrí un hombre totalmente enamorado y permití que en mi cabeza rondara la idea de una posible convivencia, pero la realidad era otra; ella cambió radicalmente su posición y me hizo saber insignificante al pedir que no me atreviera a escribirle porque su enamorado podría malinterpretar la sola amistad que nos unía y no quería tener problemas con él por mi culpa. Lo entendí todo y no quise indagar más en el asunto. Me alejé y me dediqué a lo mío, la música, los libros y mis estudiantes. Supe que había sido un juego para ella y no me arrepentía; entendí que el amor tiene sus misterios y traté de comprender sus razones. La vi un par de veces llevada de brazos con el enamorado y como buen perdedor asumí que las cosas estaban en su lugar; hasta que unos meses después tocó la puerta de mi casa y la hice pasar.
En ese encuentro me justificó cosas innecesarias y supe que mentía en largos periodos de su narración, pero no me atreví a interrumpirla; la escuché hasta el hartazgo y cuando sus argumentos morían le dije que yo hace mucho que había perdonado su indiferencia y un posible engaño, si es que lo hubiera habido. Me pidió una oportunidad para restaurar el daño y se la concedí sin mayores expectativas. Anduvimos un tiempo queriéndonos, aunque ambos sabíamos que no era oportuno que lo nuestro se haga público. Nos llevábamos bien, yo cantaba y ella bailaba. Amábamos ciertas canciones y por ahí un tío suyo nos descubrió juntos y nos abrazó diciendo: “que viva el amor”. Sin embargo, nada es para siempre y eso lo sabemos todos, aunque no queramos asumirlo.
Una tarde me interceptó el conocido enamorado y de manera muy gentil me recomendó: “ella me ha contado que la andas acosando, te suplicaría, por favor, que te alejes, si no quieres meterte en problemas conmigo”. Me iré, le dije, siempre en cuando ella me lo pida y no tú. El tipo suspiró con ira apretando los dientes, como quien busca el aire para no perder el control de la situación; fue en ese momento que ella apareció de la nada y se puso del lado de él: «Aléjate de nosotros, Alex, te lo he pedido mil veces», me mintió. «Sé que eres bastante inteligente y sabrás entender que lo nuestro nunca podrá ser», sentenció. Comprendí que estaba en una emboscada y que había sido vilmente engañado, no pude diferenciar cuál de los dos era el impostor. Todo se volvió extraño, como si la vida misma se habría puesto en mi contra. Después de un rato sacudí la cabeza y noté que era muy peligroso quedarme en ese lugar, cualquier cosa podría ocurrir, no sabía con qué otras artimañas más me podrían salir. Sentí náuseas y creo que palidecí, porque me preguntaron si estaba bien; tomé la guitarra y caminé con dirección a mi casa, como camina un borracho que ya no puede continuar bebiendo.
Después de aquel suceso, me costó mucho levantarme, como si un dolor físico me aquejara; había enfermado y no sabía de qué; no conté a nadie mis problemas por la vergüenza; le agregué tres agujeros más a la correa y tuve que comprarme un par de camisas por lo flaco que estaba. Tenía un dolor en el alma, era un vacío fúnebre, parecía poseído por un mal espíritu; no lloraba, no reía, no había tristeza, nada me importaba. Fueron tiempos difíciles; hasta que un día tomé la guitarra y subí la montaña por donde caminaron mis abuelos, algo mágico sucedió, canté una canción y sentí como si habría despertado de una larga pesadilla. Lloré como nunca y a la misma vez sentí el alivio de estar vivo, había vuelto a ser libre y le agradecí a Dios el haberme sacado del fango en que me encontraba. Ahora camino tranquilo, recordando todas las cosas que sucedieron y aceptando que todo es parte de un aprendizaje y que todo tiene su razón de ser, aunque nuestra pequeña inteligencia no comprenda su real dimensión.
Ayer la niña mala me volvió a escribir: «Hola, Alex, espero que te encuentres bien, han pasado cosas desde el último incidente, no sé si podrías conversar conmigo, necesito decirte algunas cosas, aunque sea por última vez», dice el mensaje.


Alex León
Profesor de Música y Artes, trompetista profesional, políticamente de Centro Izquierda, seguidor y amante de la literatura borgiana y mediano escribidor.