En el Renacimiento europeo, una de las ideas centrales fue “Tempora mutantur, nos et mutamur in illis” (los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos), una expresión que reflejaba la transición de entre las viejas ideas del mundo antiguo y el pensamiento moderno que, con la ilustración comenzaba a forjar su lugar en Occidente. Las sociedades del siglo XIX, al reflexionar sobre el sentido de su existencia, se movían entre dos preceptos fundamentales. Por un lado, el “memento mori” (recuerda que morirás) adoptado por el cristianismo como una advertencia. Este recordatorio subraya que, aunque el hombre poseía libre albedrío, sus actos serían juzgados por Dios al final de su vida. Por otro lado, se encontraba el “memento vivere” (recuerda que vives) una postura diametralmente opuesta que enfatizaba la importancia de disfrutar plenamente la vida. Este concepto acompañado de la idea de que el tiempo es fugaz (“tempus fugit”), promovía una existencia basada en la plenitud y el aprovechamiento del presente, representada en la célebre máxima del «carpe diem» (aprovecha el día).
En esa modernidad de dudas existenciales, en el ocaso de 1875, nace en la irreverente ciudad de Praga, René Karl Wilhelm Johann Josef Maria Rilke. Pequeño inquieto que dedicó sus primeros años a la curiosidad y el juego, sin imaginar que pronto cargaría con la pesada cruz de su existencia. Su padre, Josef Rilke, un militar frustrado que, al no lograr sus propósitos, terminaría laborando como empleado del sistema de ferrocarriles. Su madre, Sophie Entz, una dama de la clase media praguense –con aires de realeza– al ver frustrada su maternidad por la muerte de su primogénita, sin reparos abandona a su marido y al nene Rainer Maria y se establece en la Viena del imperio austrohúngaro.
El alejamiento de su progenitora deja una cicatriz imborrable en la agridulce infancia de Rainer María, quien, siguiendo los sueños truncos de su padre, con tan solo diez años de edad es enviado para enrolarse en la carrera militar, pero las dolencias del cuerpo lo terminan alejando de dicho propósito; ahí pasó cinco infelices años de su vida. En la preparatoria alemana es expulsada, pero se enmienda y se decide por estudiar literatura, historia del arte y filosofía en la universidad de la ciudad de las cien cúpulas (Praga) y luego en la ciudad de la cerveza (Múnich). Es en esta ciudad alemana donde descubre su celestial vocación por la poesía y las letras, dejándonos entre sus obras más destacadas, a sus Elegías de Duino, Sonetos a Orfeo, Nuevos poemas y su ‘Cartas a un joven poeta’.
Rainer Maria no experimentaba el “Heimweh” (nostalgia por el hogar), sino que lo dominaba el “Fernweh” (nostalgia por lugares lejanos y desconocidos). Este anhelo lo convirtió en un poeta errante, cuyas estancias fugaces lo llevaron por ciudades como Praga, Múnich, París, Estocolmo, Roma, San Petersburgo, Ginebra y cientos más. Rilke tenía una marcada predilección por mujeres vinculadas al arte, la academia y la nobleza. Entre sus conquistas se contaban escritoras, pintoras, escultoras, filósofas, académicas y damas, como duquesas, baronesas y princesas. Estas relaciones no solo alimentaban su inspiración, sino que también le proporcionaban una estabilidad económica, ya que muchas de ellas le ofrecían apoyo financiero, permitiéndole concentrarse en sus obras literarias, sin preocuparse por los aspectos materiales de la vida.
El poeta donjuán, en 1897 en la ciudad de Múnich, conoce a la condesa Franziska von Reventlow. Una hermosa criatura de bello parecer, agraciada, indomable y de caudal incontrolable. El joven Rilke, muchísimo menor que la condesa bohemia, no se amilana y decide cazar a esta gacela inigualable. Iniciado el ritual, todos los días le escribe un poema a su musa. La susodicha, antes indomable, baja sus defensas y cae cautiva ante los flechazos poéticos de Rilke. Ya todo está consumado, ganará el cazador, pero repentinamente algo sucede. Después de enamorarla, el cazador huye sin dejar rastro, y ese amor no se consuma. Ella, la de caudal incontrolable, ha sido embaucada y timada en acto doloso.
Destinado a grandes pasiones, conoce en 1897 a Lou Andreas-Salomé, la gran dama de San Petersburgo. Esta pretenciosa mujer tenía enloquecidos a Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud y Gustav Mahler. El poeta Rainer María Rilke, con tan solo 21 años de edad, se encuentra con Lou Salomé (de 31 años). Estos esquivos del amor tenían algo en común, y es que des-amaban de la misma forma. Por lo que sucumben y deciden juntar sus soledades para hacerse compañía efímera en invierno y calentarse con los versos que escribían sobre sus cuerpos. Estos amantes se alejaban a propósito, para extrañarse más y luego dar rienda suelta a sus amoríos. De esos encuentros, surgirán versos como: “Apágame los ojos y te seguiré viendo, cierra mis oídos y te seguiré oyendo, sin pies te seguiré, sin boca te seguiré invocando…”. Ambos entendieron que, al ser almas libres, en algún momento levantarían alas para volar en horizontes distintos y posarse en otras ramas, en otros nidos.
El 18 de abril de 1901, el poeta, cansado de amoríos esporádicos, contrae nupcias con la escultora alemana Clara Westhoff (quien además era alumna de Auguste Rodin). Ella se convierte así en la única mujer a quien Rilke se atrevió a amar de manera formal. Ese mismo año, fruto de ese romance, el 12 de diciembre, nace su única hija, Ruth Rilke. Para cualquier humano mortal, esa felicidad era plena, pero para el poeta fue el inicio de algunas dudas existenciales y, repitiendo el actuar de su madre, este deja a su esposa e hija y se marcha a París para convertirse en asistente de Rodin y luego dedicarse de manera plena a la literatura. Ese abandono del lecho familiar no fue causa para que Clara y Rainer mantuvieran una amistad perpetua.
Por allá en 1916, en la extensa Múnich, Rilke enamora a Claire Goll, a quien convierte en su amante por un poco más de dos años. Inclusive, fruto de este encuentro amatorio, ella se embaraza, pero este proceso es interrumpido por un aborto. Incluso así, Claire destaca “ojos llenos de un fulgor sobrenatural” y “destello de genialidad” en el poeta. Pero entendiendo que ese cariño ha marchitado, Rilke, acostumbrado a marcharse, fuga al calor de otros brazos, lo que genera que Claire contraiga matrimonio con Iván Goll (a quien años antes había rechazado).
En 1919 aparece en la vida de Rilke, la pintora polaca, Baladine “Merline” Kiossowska. En ese periodo, el poeta errante salía de una depresión provocada por los horrores de la primera guerra mundial, dolor que lo paralizó en la escritura por varios años. Merline, cae ante los encantos de Rilke y se convierte en una protagonista más en los clandestinos romances del poeta. Muchos de sus biógrafos destacan que Merline fue la última amante del poeta seductor y quien ayudó a asentarse de manera definitiva en Suiza, lugar donde terminaría posando su existencia física en una fría lápida en Raroña, sin antes escribir el epitafio de su propia tumba:
Rose, oh reiner Widerspruch, Lust,
Niemandes Schlaf zu sein unter soviel
Lidern.
Rosa, oh contradicción pura en el deleite
de ser el sueño de nadie bajo tantos
párpados.
Rainer Maria Rilke, en una carta dirigida a Kappus, escribió:«El amor vive en la palabra y muere en las acciones». Esta afirmación resumía su filosofía de vida y su peculiar manera de amar. Sus principales armas de conquista eran sus versos y las cartas con las que encendía pasiones y deslumbraba a sus musas. Sin embargo, con su conducta, se encargaba de apagar las llamas del amor que el mismo había encendido. Rilke, perfeccionó el arte de amar hasta tal punto que, a menudo, sus musas ignoraban su sombría advertencia: «Lo bello no es más que el comienzo de lo terrible». Así sus amores efímeros -como todo lo fugaz- se han desvanecido con el tiempo, lo que permanece para siempre, en cambio, son sus poemas, testimonio de sensibilidad y arte en el poeta eterno.


Yoel Ventura
Gordito memero y escritor con inteligencia artesanal. Soy investigador en historia y laboro en Derechos Humanos y Derecho Internacional Público. En un mundo de grises, sigo creyendo que el amor es azul.💙